Eduardo Verdú
El País,
1-02-2011
https://elpais.com/diario/2011/02/01/madrid/1296563066_850215.html
Está bien
viajar, pero el verdadero placer del turismo es regresar a casa. De la misma
forma que uno de los mejores momentos de la visita a una ciudad extranjera es
llegar al hotel. Los hoteles actúan como una versión renovada, exótica,
solícita del hogar. La provisionalidad de la estancia, el agujero de conejo que
representan en nuestra rutina convierten a la flamante habitación en un refugio
especial, único, en una residencia dentro de un tiempo regalado.
Muchos de
los recuerdos asociados a las escapadas por España o el resto del mundo
dependen de lo felices que fuimos en el hotel. De lo acogedor que resultase el
edredón, la luz de la mesilla, de la amplitud de la ducha, de la cantidad de canales
sintonizados en la televisión anidada en una esquina de la estancia. Cuando la
fatiga de las calles nuevas, de los museos interminables, del sol de las plazas
nos desgasta, basta pensar en el retorno a la habitación del hotel para
encontrar un avituallamiento anímico y así proseguir con la botellita de agua
mineral y la Nikon el recorrido turístico.
Los hoteles no pretenden reeditar
nuestra casa, ni siquiera, muchas veces, evocan la cultura del lugar donde se
alzan. Son siempre el mismo hotel en todo el mundo, son un lugar en sí mismo
con cientos de miles de variantes, son otra pequeña ciudad dentro de la ciudad,
con su propia experiencia culinaria, su climatología, sus olores y sus
texturas. Los hoteles, con el misterio de sus precios fluctuantes y sus
silencios, de sus mueblebares y sus horarios de salida, son el reencuentro con
nosotros mismos en un momento en el que jugamos, sin calcetines, a ser otra
persona.
(…)
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