sábado, 25 de febrero de 2012

Lecciones de ciencia

Antonio Muñoz Molina
El País, 26-11-2000


Pensábamos, con grosero chovinismo, que la especie humana era la reina de la creación, o la cima de la evolución de la vida sobre la Tierra. La Biblia asegura que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, y Darwin y sus discípulos, que ocupamos el pináculo en la pirámide evolutiva. La religión y la ciencia, tan divergentes en casi todo, se aliaban para atribuirnos la monarquía indisputada sobre el mundo, el derecho a regir tiránicamente a las especies inferiores. Las consecuencias de semejante idea no han podido ser más apocalípticas: el porvenir a corto plazo de la vida sobre la Tierra está en gravísimo peligro por culpa de la proliferación y del delirio arrogante de superioridad de los seres humanos.

Pues también era todo mentira: si ya resultaba humillante saber que nuestro patrimonio genético es idéntico al de los gorilas en un 97%, lo que definitivamente nos baja los humos y nos desaloja de un trono usurpado es el descubrimiento de que el número de genes necesario para constituir un hombre es sólo el doble de los que tiene un gusano.

Somos hermanos de los gorilas y primos de las lombrices y de las moscas del vinagre, y nuestra parentela más directa incluye a los caníbales que hace miles de años se cobijaban en las cuevas de Atapuerca y a los inuit que en la noche polar cazaban hasta hace nada leones marinos con arpones de hueso. Procedemos de una sola Eva que caminó erguida por África en la noche de los tiempos, y al corromper los mares con venenos químicos estamos profanando nuestra patria más antigua, y no hay idioma en el mundo que sea nuestra lengua materna, ni hombre o mujer que no sea hermano nuestro. Quien mata a un semejante es Caín, y el que muere siempre es Abel.

lunes, 13 de febrero de 2012

Prometeo

Manuel Vicent

Cada día hay más distancia entre los que saben mucho y los que saben poco, entre los que lo pueden todo y los que no pueden nada. Cada día son más los que obedecen ciegamente a unos pocos y es más profundo el vacío entre esos seres innombrables que ostentan el poder sin límite sobre nuestras vidas y la sociedad invertebrada que se mueve abajo como un ganado lanar. No obstante, existen unas reglas precisas para que la gente obedezca sin rebelarse, creyéndose libre. Ante todo hay que tener al público contento y culpabilizado, sin darle tiempo a pensar. En cualquier caso, será necesario agitarlo con un látigo para que baile y se divierta ante una hipotética catástrofe que se avecina. Se le azotará alegremente con espectáculos de masas, con la basura de la televisión, con un sexo imposible al alcance de la mano, con ídolos del deporte, que sobre los vertederos industriales de las ciudades erigirán unos cuerpos desnudos en las vallas publicitarias como productos deseados, pero en medio del sonido que desprende una fiesta semejante se deberá oír una voz potente que anuncie medidas dolorosas, necesarias e inevitables para salir de la crisis sin que se nos permita dejar de bailar. La voz repetirá una y otra vez que todo ha sucedido por nuestra culpa. Queríamos tener dos casas, un coche de gran cilindrada, ir de vacaciones de verano a Cancún o a esquiar a los Alpes, y no dejamos de consumir sin freno, de exigir trabajar menos y cobrar más. Protegidos por el vocabulario críptico de la alta tecnología, por el jeroglífico indescifrable de las leyes religiosas del mercado, el sistema hará que te sientas un menos de edad, ignorante y cómodo en medio de la mediocridad general, te hará correr agónicamente hacia el pesebre repleto de alfalfa y cuando te tenga del todo en sus manos te enseñará a balar. Pero recientemente ha surgido un nuevo Prometeo que ha vuelto a robar el fuego del Olimpo. El héroe mitológico se ha encarnado en Julian Assange, el creador de Wilkipedia, al que han encadenado para dejarlo a merced de las alimañas. Ha sido el primero, pero pronto tendrá una legión de seguidores dispuestos a apropiarse de la alta tecnología informática, como del fuego sagrado, y entonces serán los corderos los que desafíen y suplanten a los dioses.  

Día de los enamorados

14 de febrero

viernes, 3 de febrero de 2012

San Valentín

Rosa Montero

Estoy escribiendo este artículo el 14 de febrero. Es decir, el maldito Día de los Enamorados. De todos los días falsos y arbitrarios inventados por los comerciantes para ordeñar nuestros bolsillos, éste es el que más me irrita, el que me parece no sólo más ñoño, sino también más mentiroso. Con el agravante de redundar en la falsedad, porque el amor pasión, que es lo que normalmente se entiende por amor, ya es de entrada una mentira, una sustancia imaginaria, un espejismo.  Ahora bien, la pasión es un espejismo sustancial, una ficción de altura, a menudo la mejor fantasía que puede llegar a inventar una persona en toda su vida; mientras que la supuesta festividad de los Enamorados es una majadería dulzarrona, un paripé vacío, con toda su pringosa parafernalia de corazones en todos los tamaños y materiales, corazones de plástico y de chocolate y de cristal, corazones impresos en manteles y tangas, un frenesí de corazoncitos rojos que se parecen tanto a los musculosos corazones verdaderos como el amor real a los enamorados de San Valentín. O sea, nada.
Para peor, tengo la inquietante sensación de que este año el 14 de febrero se ha festejado más que nunca; que han aparecido más reportajes en los periódicos, más referencias en todos los medios. Puede que sea porque la vida está bastante chunga, porque la crisis arrecia y una desazonada melancolía nos va mordisqueando los tobillos; de modo que, para compensar tanta negrura, la gente quizá se haya lanzado a celebrar esta tontura de los amores de plástico de la misma manera que uno se zampa un dulce cuando se siente triste.
Lo malo es que este dulce es tan artificial que te intoxica. Bastante confundidos andamos ya con el amor como para que encima estas cursilerías nos sigan llenando la cabeza de pájaros. La idea del amor romántico, que, en su versión masiva, nació en el siglo XIX, nos ha hecho a los humanos un daño fenomenal. Sobre todo a las mujeres, que por lo general seguimos proyectando sobre los hombres monumentales quimeras. Un cómico francés llamado Arthur dijo en uno de sus espectáculos una frase que me parece genial: “El problema es que las mujeres se casan pensando que ellos van a cambiar y los hombres se casan pensando que ellas no van a cambiar”. Tiene razón: la inmensa mayoría de las mujeres estamos empeñadas en cambiar al otro para que se adapte al sueño rutilante que tenemos de él. De hecho, ni siquiera somos conscientes de que queremos cambiarlo; pesamos que en realidad nuestro amado es así como nosotras lo soñamos, sólo que anda un poco perdido, un  poco herido, un poco aturrullado; y que nosotras conseguiremos salvarlo de sí mismo, es decir, de la parte mala de sí mismo, para que emerja en todo su esplendor el príncipe azul.