martes, 7 de mayo de 2013

Malitos


Rosa Montero
El País, 04-03-2003




El otro día vi un cartelón publicitario de un gabinete psicológico. Estrés, mobbing, insomnio, adiciones, depresión y obesidad, ponían en grandes letras. Cáspita, me dije, pero qué modernos son estos psicólogos, y qué atentos están a los vaivenes del malestar social. Nada de hablar de neurosis, por ejemplo, o de crisis de angustia, que son sufrimientos psíquicos tradicionales. No, señor: ellos se centran en el último grito de los desastres anímicos.
De hecho, esta lista de problemas es una especie de retrato patológico de nuestra realidad. Porque las sociedades también pueden ser explicadas a través del examen de sus enfermedades. Por ejemplo, la obesidad; en el mundo hay más de mil millones de personas con sobrepeso, y 300 millones son obesas; ni que decir tiene, en fin, que una vasta mayoría de ese gentío rollizo se acumula en los países ricos. Pero en el planeta también hay 840 millones de personas críticamente desnutridas; y treinta millones mueren de hambre cada año. En cuanto al mobbing, que es el maltrato en el trabajo, lo sufre entre el 11% y el 16% de la población activa española (lo cual no me extraña: yo misma lo padecí en una ocasión y es angustioso). Pero también es verdad que, para ser víctima del mobbing, tienes que tener un empleo, un derecho básico del que no gozan millones de parias de la Tierra.
El 10% de los españoles padece insomnio; otra tortura, desde luego, pero también de relativo lujo; no creo que la muchacha africana que se recorre cuarenta kilómetros a pie para traer un cántaro de agua tenga problemas para dormir, pero probablemente morirá de sida, como la mitad de los jóvenes de quince años de Zimbabue (ya digo que cada país tiene sus enfermedades). En cuanto al estrés, en realidad es un eufemismo con el que se enmascara la vieja angustia de siempre, adornándola con barniz ejecutivo. Como si uno solo se angustiara por lo muy atareado que está, y no por la ansiedad misma de vivir, por la muerte negra que nos espera, por todo lo oscuro y lo desesperado que alberga la existencia. Aquí estamos, en fin, comiendo hasta enfermarnos, atormentándonos en los insomnios y hablando del estrés para no hablar del miedo. Estamos sin duda muy malitos.


Webconferencia "Desastres anímicos" http://www.intecca.uned.es/portalavip/grabacion.php?ID_Sala=65256&ID_Grabacion=87676&hashData=b1c9c33e534374ffe5dd195676c6d65f&paramsToCheck=SURfR3JhYmFjaW9uLElEX1NhbGEs

martes, 16 de abril de 2013

La especie elegida



A diferencia de la selección artificial que el hombre lentamente efectúa con animales y plantas, potenciando determinadas características para mejorar su productividad, la selección natural no persigue ningún objetivo. Es más, no hay variantes génicas mejores que otras en sentido absoluto, sino que todo depende de las circunstancias del medio ambiente. Lo que es favorable en un momento dado, puede no serlo en otro. Además, por un fenómeno que se conoce como mutación, de cuando en cuando nacen individuos con variantes nuevas, pero de ninguna manera los hábitos o necesidades de los individuos determinan en qué dirección se producirán las mutaciones. No obstante, éstas son una fuente inagotable de novedades sobre las que actúa la selección natural, modificando con el tiempo las especies e impulsando su evolución. Las mutaciones no producen por sí solas nuevas especies, sino que aumentan la variabilidad de las existentes.

El azar también representa un papel importante en la evolución; por ejemplo, cuando unos pocos individuos sobreviven aleatoriamente (es decir, solo por su buena suerte) a una catástrofe ecológica que diezma los efectivos de su especie, o cuando unos pocos individuos son transportados pasivamente por las fuerzas de la naturaleza (el viento, los ríos o las corrientes marinas) para fundar un nueva población. Las características de estos individuos seleccionados por el azar podrían no ser las más frecuentes en la población original y, sin embargo, son el punto de partida de la evolución posterior. 



Juan Luís Arsuaga e Ignacio Martínez

martes, 2 de abril de 2013

Juan Valera



Tal vez la influencia del cristianismo no ha sido favorable en la mujer al desarrollo de ciertas calidades activas, de ciertas brillantes energías del alma. La modestia, el recogimiento, la resignación, la sumisión, el sacrificio y la humildad son las virtudes que el cristianismo infunde más en el alma de las mujeres. Todo esto es contrario hasta cierto punto, al papel de filósofas y de maestras de las gentes. El consejo de la primera mujer trajo al mundo la muerte y el pecado. ¿Cómo ha de atreverse una mujer humildemente cristiana a aconsejar y a enseñar a las muchedumbres? Nuestra religión le baja el orgullo y la somete al hombre. Si una mujer nos salvó de la muerte y del pecado no fue con sabiduría, ni con enseñanzas, ni con energías briosas de la inteligencia, sino con humilde conformidad y muda obediencia a los divinos decretos. Todas en ella fueron virtudes pasivas. Llevó en su seno al Salvador; le crió a sus pechos; lloró su muerte al pie de la cruz. El tipo ideal de la mujer cristiana es la Virgen y la madre dolorosa. La manifestación real de la mujer cristiana en la vida es la esposa retirada, cuidando de su casa y de sus hijos, afanada en las labores y cuidados domésticos; la virgen asceta, solitaria y silenciosa, y la hermana de la caridad, consagrada al alivio de nuestros males y miserias. Cuando el hombre, en las épocas de gran fe cristiana, ha levantado a la mujer sobre un pedestal deslumbrante de gloria y le ha tributado adoración y culto, ha sido como imagen transfigurada de aquellas humildes virtudes, o como una alegoría, un símbolo o una idea, ya de la filosofía, ya de la misma religión, ya de la hermosura. El hombre la ha humillado hasta hacer de ella su sierva o la ha encumbrado hasta hacer de ella una deidad; pero no ha sabido hacer de ella una compañera, una igual, un sujeto merecedor de toda su confianza.


Juan Valera
Crítica literaria (1864-1871)