Tal vez la influencia del cristianismo no ha sido favorable en la mujer al
desarrollo de ciertas calidades activas, de ciertas brillantes energías del
alma. La modestia, el recogimiento, la resignación, la sumisión, el sacrificio
y la humildad son las virtudes que el cristianismo infunde más en el alma de
las mujeres. Todo esto es contrario hasta cierto punto, al papel de filósofas y
de maestras de las gentes. El consejo de la primera mujer trajo al mundo la
muerte y el pecado. ¿Cómo ha de atreverse una mujer humildemente cristiana a
aconsejar y a enseñar a las muchedumbres? Nuestra religión le baja el orgullo y
la somete al hombre. Si una mujer nos salvó de la muerte y del pecado no fue
con sabiduría, ni con enseñanzas, ni con energías briosas de la inteligencia,
sino con humilde conformidad y muda obediencia a los divinos decretos. Todas en
ella fueron virtudes pasivas. Llevó en su seno al Salvador; le crió a sus
pechos; lloró su muerte al pie de la cruz. El tipo ideal de la mujer cristiana
es la Virgen y la madre dolorosa. La manifestación real de la mujer cristiana
en la vida es la esposa retirada, cuidando de su casa y de sus hijos, afanada
en las labores y cuidados domésticos; la virgen asceta, solitaria y silenciosa,
y la hermana de la caridad, consagrada al alivio de nuestros males y miserias.
Cuando el hombre, en las épocas de gran fe cristiana, ha levantado a la mujer
sobre un pedestal deslumbrante de gloria y le ha tributado adoración y culto,
ha sido como imagen transfigurada de aquellas humildes virtudes, o como una
alegoría, un símbolo o una idea, ya de la filosofía, ya de la misma religión,
ya de la hermosura. El hombre la ha humillado hasta hacer de ella su sierva o
la ha encumbrado hasta hacer de ella una deidad; pero no ha sabido hacer de
ella una compañera, una igual, un sujeto merecedor de toda su confianza.
Juan Valera
Crítica literaria (1864-1871)