martes, 2 de abril de 2013

Juan Valera



Tal vez la influencia del cristianismo no ha sido favorable en la mujer al desarrollo de ciertas calidades activas, de ciertas brillantes energías del alma. La modestia, el recogimiento, la resignación, la sumisión, el sacrificio y la humildad son las virtudes que el cristianismo infunde más en el alma de las mujeres. Todo esto es contrario hasta cierto punto, al papel de filósofas y de maestras de las gentes. El consejo de la primera mujer trajo al mundo la muerte y el pecado. ¿Cómo ha de atreverse una mujer humildemente cristiana a aconsejar y a enseñar a las muchedumbres? Nuestra religión le baja el orgullo y la somete al hombre. Si una mujer nos salvó de la muerte y del pecado no fue con sabiduría, ni con enseñanzas, ni con energías briosas de la inteligencia, sino con humilde conformidad y muda obediencia a los divinos decretos. Todas en ella fueron virtudes pasivas. Llevó en su seno al Salvador; le crió a sus pechos; lloró su muerte al pie de la cruz. El tipo ideal de la mujer cristiana es la Virgen y la madre dolorosa. La manifestación real de la mujer cristiana en la vida es la esposa retirada, cuidando de su casa y de sus hijos, afanada en las labores y cuidados domésticos; la virgen asceta, solitaria y silenciosa, y la hermana de la caridad, consagrada al alivio de nuestros males y miserias. Cuando el hombre, en las épocas de gran fe cristiana, ha levantado a la mujer sobre un pedestal deslumbrante de gloria y le ha tributado adoración y culto, ha sido como imagen transfigurada de aquellas humildes virtudes, o como una alegoría, un símbolo o una idea, ya de la filosofía, ya de la misma religión, ya de la hermosura. El hombre la ha humillado hasta hacer de ella su sierva o la ha encumbrado hasta hacer de ella una deidad; pero no ha sabido hacer de ella una compañera, una igual, un sujeto merecedor de toda su confianza.


Juan Valera
Crítica literaria (1864-1871)
 

martes, 12 de marzo de 2013

Nociones de estética

Esta semana hablamos de estética

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OCTAVIO PAZ
(“Los hijos del limo”, Barcelona, 1986)


 Hay épocas en que el ideal estético consiste en la imitación de los antiguos; hay otras en que se exalta a la novedad y a la sorpresa. Apenas si es necesario recordar, como ejemplo de lo segundo, a los poetas "metafísicos" ingleses y a los barrocos españoles. Unos y otros practicaron con igual entusiasmo lo que podría llamarse la estética de la sorpresa. Novedad y sorpresa son términos afines, no equivalentes. Los conceptos, metáforas, agudezas y otras combinaciones verbales del poema barroco están destinados a provocar el asombro: lo nuevo es nuevo si es lo inesperado. La novedad del siglo XVII no era crítica ni entrañaba la negación de la tradición. Al contrario, afirmaba su continuidad (. . .).

Lo que distingue a nuestra modernidad de las otras épocas no es la celebración de lo nuevo y sorprendente, aunque también eso cuente, sino el ser una ruptura: crítica del pasado inmediato, interrupción de la continuidad. El arte moderno no sólo es hijo de la edad crítica, sino que también es el crítico de sí mismo (. . .). Lo nuevo nos seduce no por nuevo, sino por distinto; y lo distinto es la negación, el cuchillo que parte en dos el tiempo: antes y ahora.

Lo viejo de milenios también puede acceder a la modernidad: basta con que se presente como una negación de la tradición y que nos proponga otra. Ungido por los mismos poderes polémicas que lo nuevo, lo antiquísimo no es un pasado: es un comienzo. La pasión contradictoria lo resucita, lo anima y lo convierte en nuestro contemporáneo.